Promételo. Dime que te
quedarás; que las cosas al final se desenvolverán como los finales felices y
que estos silencios no te volverán a importar de suma manera. Prométemelo,
dijo.
Y yo no supe que responder.
Teníamos en común lo que no podría entenderse y de distintos
todo el resto del andar. No éramos parecidos salvo en algunas cosas simples,
comunes, absurdas, irrelevantes. Pero aún así columnas para lo largo que duró
el tiempo que decidimos probar. Nuestro nosotros
se basó en mis tibias maneras de solo hablar y en sus áfonas ganas de solo oír. Así que cuando él
decidió hablar y dejó salir las enredaderas que guarecía en la voz, todo se
nos derrumbó en un dos por tres. No por falta de amor, si no por el exceso de este.
En ese universo de besos por frases y obsequios
por carencias, el amor nos era un cadáver
de manos ávidas por un hálito de felicidad a fuerza. Quizás sólo nos
necesitábamos como una manera de reafirmar que aún en lo profundo de nuestras
batallas personales había un espacio para sostener algo parecido a la felicidad
distante. Tanto así, que cuando ocurrió ese instante fatídico entre la
madrugada de una ocasión especial, yo no supe que más decir a sus intenciones
para los después y los juntos por siempre jamás.
Teníamos tantas diferencias avasallantes. Y simplemente las
ignoramos al empezar.
Entre sus dilemas de dinero, querencias y asuntos personales
yo me había sentido desde siempre una extraña hurgando en un lugar donde jamás
debió llegar. No podían mis labios con ese huracán que guardaba en el corazón,
lo sé, no podía ni hubiera podido jamás.
Por más veces que hubiese explorado con mis besos el tierno sabor anestésico de
su boca eso no había bastado para llegar a la sangre viva que manaba de su pecho.
Quizás sólo no quería verlo, sentirlo o
tener que enfrentarlo hasta esa vez. Mi cuerpo no era lo suficientemente fuerte
para sostener con dos almas atormentadas con las astillas de sueños
quebrados a la par.
Entonces, cuando habló de futuro, sencillamente, o quizás
deliberadamente no quise responder. Había tantas cosas allí que no quería, que
no veía, que no deseaba para mí en los ojos de aquel que quise querer con toda la voluntad que aún me restaba en las manos tras tantas
calles baldías. Lo ame aun así, probablemente
ignorando que todo debía acabar tan pronto como comenzó. Lo ame
de una manera especial y quizás sombríamente
calculada. Un cariño semiconsciente de que pasos debía dar y cuales
sencillamente obviar. Por ello cuando
finalmente me sorprendió su plática acerca de jurarle mi amor
incondicional por y para siempre jamás no
tuve el valor para responder que no podría prometerle nada acerca de mis
sentimientos en verdad.
Entonces la culpabilidad fue mi segunda lengua y esta granulia pulmonar tan merecida, mi mejor manera de hacerme cargo
de las cosas que no sé llevar hasta el final. Porque quizás en esta absurda búsqueda de algo palpable y
realmente valedero, equivocarse es una manera de entender que nada es sencillo
y a la vez que nada fríamente decidido va a llevar a tener esa locura que sólo habita en las venas de un
sentimiento que viene sin presionarlo de
más. Por ello no puedo prometerte algo que te haría más daño a ti. En ese amor
de medias tintas y silencios a millar que teníamos, esta es mi manera de
salvarte de mí. Y sé que incluso así jamás lo entenderás.