Corveau.
Terminamos definitivamente dos días antes de su vigésimo sexto cumpleaños.
Él seguía allí, en medio de sus nuevos inicios, sus nuevos días complicados,
sus nuevas amistades de crema y fondue
¿y yo? No lo sé, supongo que entre el trabajo de siempre y las ideas sobre ese nosotros de nunca acabar. Había pasado
demasiado tiempo desde la última vez en que realmente uno fue sincero con el
otro y dijo sin miedo que , para ser ello
un amor verdadero, era realmente un oficio de valientes y mártires del siglo
XVII. Complicado, si, ese era el término para esta, nuestra vida lejana que
llevábamos, tan repleta de ilusiones al inicio
de una sesión, y tan frías al estar en una calle cualquiera un día normal y
silvestre. Había muchas carencias
realmente que habíamos logrado ignorar a momentos, a días, años. A cuatro años.
Y zaz. Un día así como si nada zaz. La mítica telaraña de promesas
rosas y encuentros fantásticos desapareció bajo el peso de un quizás. ES decir,
no me presiones, no tengo tiempo, no soy
así, yo decido, yo, yo. Habías esperado tres años para entender que este
amor de pocas realidades y más latidos
necesitaba de dos personas para empezar. Conocerse y esperar. Y luego
volver a empezar. Acabar con las distancias era el plan inicial, pero terminó
siendo ese cuento de nunca acabar. Y terminó, al fin, terminó.
Dime egoísta por querer en este momento algo, alguna vez, completo,
para mí en verdad.
Y lo sé, jamás lo llegaras a entender. Amarnos en algún instante dejó de ser
compatible con esperar mil años más. Voila.