sábado, 19 de noviembre de 2011

Corveau.


 Corveau.



Terminamos definitivamente dos días antes de su vigésimo sexto cumpleaños. Él seguía allí, en medio de sus nuevos inicios, sus nuevos días complicados, sus nuevas amistades de crema y fondue ¿y yo? No lo sé, supongo que entre el trabajo de siempre y las ideas sobre ese nosotros de nunca acabar. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez en que realmente uno fue sincero con el otro y dijo sin miedo que , para ser ello un amor verdadero, era realmente un oficio de valientes y mártires del siglo XVII. Complicado, si, ese era el término para esta, nuestra vida lejana que llevábamos, tan repleta de ilusiones al inicio de una sesión, y tan frías al estar en una calle cualquiera un día normal y silvestre. Había muchas  carencias realmente que habíamos logrado ignorar a momentos, a días, años. A cuatro años. Y zaz. Un día así como si nada zaz. La mítica telaraña de promesas rosas y encuentros fantásticos desapareció bajo el peso de un quizás. ES decir, no me presiones, no tengo tiempo, no soy así, yo decido, yo, yo. Habías esperado tres años para entender que este amor de pocas realidades y más latidos  necesitaba de dos personas para empezar. Conocerse y esperar. Y luego volver a empezar. Acabar con las distancias era el plan inicial, pero terminó siendo ese cuento de nunca acabar. Y terminó, al fin, terminó.
Dime egoísta por querer en este momento algo, alguna vez, completo, para mí en verdad.
Y lo sé, jamás lo llegaras a entender. Amarnos en algún instante dejó de ser compatible con esperar mil años más. Voila.